El lenguaje no es sexista como sí lo es la sociedad en cuanto segrega personas, grupos y comunidades; en tal sentido lo que hay que decir es que la lengua reproduce lo que la sociedad establece, puesto que son los hablantes sus verdaderos dueños, no la Real Academia Española; de ahí que algunos aspectos en la forma de comunicación reflejan los sexismos sociales que gran daño han venido causando en la familia, la academia, la empresa, la escuela y en otras instituciones.
Por esto es que resulta ficticia la imposición del uso del lenguaje de manera agresiva mientras no existan cambios sustanciales en la realidad social que permitan dejar atrás las formas de discriminación; a propósito del llamado lenguaje inclusivo que intenta formalizar una diferenciación entre sexos con intereses ideológicos y políticos específicos, que ataca con insistencia la masculinidad desde su estructura histórica.
Forzar los mecanismos de desdoblamiento del masculino y el femenino para generar una distancia comunicativa entre sectores, es una intención en todo caso agramatical que trata de legitimar un error inexistente en el lenguaje actual, que es el de asociar la masculinidad sexual con el masculino gramatical. Se trata pues de respetar el lenguaje como un recurso vivo y convencional que no admite ciertas ocurrencias como la que escuché en un programa televisivo muy tendencioso: “los problemas son masculinos y las soluciones son femeninas”.
En la intención de desdoblar el idioma tratando de debilitar sus criterios arbitrarios, se generan confusiones mayúsculas así como distorsiones de la realidad, al revestir de un discurso inconexo y ridículo aquello que es perfectamente posible formular en apego a las reglas idiomáticas. Ejemplo de ello es la frase pegada en alguna pared de un aula de clase: “Holi, Bienvenides todes” la cual parece más un letrero cómico que una cortesía inclusiva para los estudiantes que no verían ningún tipo de inconveniencia si dijera: “Hola, Bienvenidos todos”. Este es un buen ejemplo para decir que las lenguas latinas en su evolución poseen los parámetros suficientes para incluir a las personas.
El lenguaje no debe ser una coartada para el feminismo ni para otras luchas ideologizadas que desprenden de organizaciones sociales; principalmente porque su interés termina por estrangular el uso de la lengua en perspectiva antieconómica, y aquí es donde el escritor Sergio Sinay dice con mucho acierto: “el lenguaje inclusivo es una jerga que deja afuera a todo el que no pertenece a la secta”. Tratar de torcer las posibilidades formales del idioma es una estrategia para desprestigiar los esfuerzos que atienden las desigualdades sociales, y en ello, la educación es un recurso que con amparo gramatical no debe sucumbir ante los discursos de turno que prometen inclusión reformulando los consensos de la lengua.
La educación hace posible hoy que se limiten las adiciones de l, x, s y @ a las palabras para llegar supuestamente a superar la discriminación histórica, no desde la traición al idioma en su colosal libertad sino desde el cambio en la forma de convivir con sí mismo y con los demás. Es desafortunado que se piense que el remedio a problemas como bullyng, el suicidio y los trastornos asociados a la salud mental, se puedan abordar desde la imposición egoísta de las palabras dichas de otra manera, como no son, como no las admite la gramática. No así, los problemas reales de desigualdad en la participación de mujeres en muchos colectivos es un asunto que no pertenece al uso del lenguaje, sino a los mecanismos de equidad para que con independencia del género las personas puedan asumir las responsabilidades educativas y laborales por mérito propio.