Hay un respiro escolar a mitad de año tan necesario antes de volver a las aulas de clase a seguir gozando de los placeres del colegio, aunque algunos estudiantes quisieran vacaciones eternas porque padecen los rigores de una rutina desgastante, y otras veces demasiado laxa por parte de las instituciones donde estudian. Hoy quiero referirme a prácticas que visten a los profesores de villanos a los ojos de los estudiantes y que nacen de confundir autoridad con autoritarismo, o enseñanza con domesticación.
¿De qué le sirve a un profesor ser visto con miedo por los estudiantes de su curso? ¿Acaso no sería mejor merecer el respeto de aquellas personas para las que trabaja? En la lucha por mejorar una educación tradicionalista basada en la memorización y en la devoción al docente, se han inspirado pedagogías sensibles, constructivas y alternativas que promueven los valores de confianza y motivación en las aulas de clase, como principios fundamentales para una educación centrada en la persona. No obstante, la profanación de la dignidad del estudiante se presenta constantemente como dogma académico.
Ciertamente la frustración del estudiante que se siente vigilado y no acompañado por su profesor es un indicador de las prácticas coercitivas en educación, así como lo es el interés docente de calificar una prueba sin tener en cuenta el procedimiento. El tema de la evaluación se ha convertido en una narrativa de buenos y malos, una en la que el profesor debe sumar en experiencias que no solo se circunscriban al examen escrito o el quiz sorpresa. La evaluación de contenidos se ha convertido en un intenso dolor de cabeza que empeora cuando el profesor porfía en una pedagogía momificada en el tiempo, desconociendo los cambios que ha tenido el concepto.
El profesor requiere mejorar su capacitación en conocimientos pedagógicos asociados a la evaluación de estudiantes para no pecar de intransigente; es suya la responsabilidad de profesionalizarse constantemente para interpretar las necesidades actuales de los muchachos, para no insistir en la memorización como recurso exclusivo de la formación, por cuanto hoy los estudiantes requieren de habilidades metacognitivas que involucran el pensamiento crítico, ético y la toma de decisiones.
Tendríamos que pensar si la insistencia en la prueba objetiva de conocimientos es la única forma de evaluar los saberes en la era de la gestión del conocimiento; y si ya sabemos que esa respuesta es negativa entonces ¿por qué la manía de “rajar” a buena parte del grupo con preguntas que a su entender nada tienen que ver con la vida real? Es una pregunta difícil y necesaria para superar el “saquen una hoja” recurrente, y pensar en formas creativas y de mayor impacto para verificar los aprendizajes de los estudiantes.
Los profesores debemos preguntarnos si calificamos o evaluamos, lo primero es un acto arrogante y adultocéntrico que contribuye a los sufrimientos del estudiantado, pero lo segundo, es decir, la evaluación, distingue una preocupación real del maestro por el ser humano y eso marca la diferencia en tanto pasamos de un criterio de transmisión de contenidos a una visión de aprendizaje experiencial.  
Ciertamente hay evidencia de cambios positivos en esta materia, no quiero ser fatalista y menos cuando estamos a puertas de tener el ingreso al magisterio de los nuevos docentes que han ganado el concurso del MEN 2021-2023. Para ellos, un merecido reconocimiento por su vocación y por el deseo de construir país, sin castraciones ideológicas, ni prácticas retrogradas que llevan al miedo de los más jóvenes. Maestros que sepan evaluar y gestionar sus saberes para asumir los retos de la educación actual, que debe ser humana, alegre, provechosa y valiente.