El viernes 15 de noviembre unos hombres montaban un escenario. Poco a poco el Pasaje Fundadores fue volviéndose menos el lugar del olvidado y más un espacio de fiesta: luces y pantallas, carpas y sillas plásticas, mesitas y muebles para tumbarse. La gente que caminaba por ahí posiblemente se preguntó qué concierto iba a haber; si esa instalación tendría algo que ver con los XXII Juegos Deportivos Nacionales. Alguien debió haber sostenido la siguiente afirmación: “Si las campañas ya se habían acabado, ¿por qué montaban otro escenario?”. Lo que más debió causar intriga fue el que no hubiera ningún aviso de Aguardiente Cristal o de Ron Viejo de Caldas. 
Era La maratón de lectura, ciudad de las palabras abiertas. Serían 36 horas de eventos, talleres, conversatorios y presentaciones en torno a los libros y a la lectura. Todo se dispuso para que el 16 y el 17 de noviembre la gente que pasara por los alrededores del Teatro Fundadores asistiera a cualquier evento. Los caminantes podían comprar artesanías, comer algo o, inclusive, hacerle compañía –mientras leían un libro– al hombre desgarbado y peludo que siempre canta canciones guturales y que toca las cuerdas al aire en una cadencia monótona y mal sintonizada. Todavía espero que se escriba un cuento sobre él. 
El viernes La maratón inició con el caricaturista Matador y con el periodista deportivo Mario Sabato. Desde ese día hubo niños y jóvenes desprevenidos leyendo cualquier libro o pintando dibujos en cartillas. Siempre había alguien del equipo organizador de la Red de Bibliotecas Públicas ofreciendo libros o invitando a algún taller de la programación en la sala Cumanday del Teatro. Sin embargo –cosas del tiempo y del azar–, durante la tarde de ese día se comenzó a caer el cielo con un aguacero tal que hasta levantó un techo de una estación de gasolina. Yo iba a presentar un libro de cuentos, pero la actividad se pospuso por la lluvia. Me tocó comprobar cómo hasta las palabras se mojaron. Algunos asistentes nos quedamos escampando en la sala Cumanday y vimos cómo se fue la luz justo cuando el colectivo literario El Acontista de la Universidad de Caldas hablaba de bestiarios en la literatura. Esto último no fue, objetivamente hablando, una mera coincidencia.
La maratón se mantuvo más allá del agua fría de sus críticos y de la furia de la tormenta. Terminó como se había previsto, el sábado 18, con la proyección de cortos audiovisuales de estudiantes de la Universidad de Caldas, coordinados por el docente Juan Camilo Morales, quien también había presentado su libro Tubo a Tórax. Vimos que la pantalla reveló historias trágicas de amores jóvenes, nostalgias de abuelas y madres asesinas. En ese mismo lugar se habían leído novelas de García Márquez, contado historias de la comuna San José, bailado y oído música, y hasta hablado de “escritura en redes para no escritores” (o cómo se diluye el lenguaje en neologismos). 
En 36 horas –contando las de la tormenta– supimos que la cultura es más que borrachos sobre caballos. A los eventos públicos habituales de Manizales les cambiaron por unas horas las botellas y la música popular por libros y conversaciones. Siempre está bien recordar que hace siglos se inventaron unos objetos misteriosos que quizá sean la muestra de que la magia existe, y que quienes se atreven a proponer espacios para recordarlos luchan contra todo tipo de tormentas y abandonos. (Pueden ustedes ver, sin incluir al Instituto de Cultura y Turismo, que ni en las redes de la Alcaldía ni en las de la Gobernación no hay ninguna mención sobre La maratón, embebidos como están en mostrar resultados al final del camino, hablar del Área Metropolitana y de los Juegos Nacionales; llama la atención sobre todo de la Alcaldía, pues fue un espacio promovido por el Instituto).