Hay un misterio con la letra e que nadie ha resuelto. No es la elongación que se disfraza de muletilla en momentos de duda. Tampoco, el grito de alguien en la calle porque le dimos con el hombro sin querer: “¡Eh! ¡Eh!”. Ni siquiera hablo de ese semicírculo como una especie de embrión de nueve que siente envidia por el adorno grandilocuente de la efe o nostalgia por el infinito de la o. Lo que intento decir se trata de un maltrato, una “revictimización”, una ambigüedad que, si en realidad nos diéramos cuenta, tendríamos que hincarnos ante ella y pedirle perdón. 

Voy al punto: la e se ha convertido en el signo consciente de la supuesta inclusión y, al mismo tiempo, en la representación inconsciente de nuestra incoherencia y de nuestra dominación. Ya es sabido cómo, por referirse a un género neutro, se obligue a decir “niñe” en lugar de “niño”, “ingeniere” en lugar de “ingeniero”, “chique” en lugar de “chico”, y así sucesivamente. A continuación escribo cómo sería una frase con el género neutro de la e: “el niñe quiere ser ingeniere cuando deje de ser chique”. Todavía no nos han respondido cómo se debería escribir la profesión “periodista” (¿periodiste?). O si un ladrón, siguiendo esa lógica, debería llamarse “ladrén”. O si un “secuestrador”, “secuestrader”. Creo que ya me entendieron.

Arriba dije inconsciente por el otro uso en que quiero detenerme: ¿por qué, si la e es inclusiva, las palabras “líder”, “alcalde” o “presidente” no lo son? ¿Por qué, si la e es inclusiva, hay que decir esas extravagancias de “lideresa”, “alcaldesa” o “presidenta”, etc.? ¿Según eso habría que cambiar estas palabras por “liderese”, “alcaldese” y “presidentese” cuando se trate de un género neutro? ¿Con la doble e seríamos doblemente inclusivos? 

La pregunta que me inquieta es esta: ¿qué culpa tiene la e? Si la e es inclusiva, ¿no bastaría con decir “presidente”, “alcalde” o “líder” y no nos complicamos más? ¿Por qué la e, entonces, tiene ese doble matiz (la inclusión y la discriminación) si se supone que es el paradigma de la corrección política inclusiva? 

Hay algo de ese maltrato hacia la e que me parece inhumano, profundamente discriminador. Cuando queremos ser buenos con ella la usamos para nuestra libertad; cuando queremos ser malos, decimos que es el peor de nuestros demonios. A este paso vamos a asignarle poderes más allá del ser capaz de nombrar las cosas (como si no fuera suficiente). Solo por la e pensaremos que llegará el fin de todas las injusticias, la constancia de que la humanidad está mejor, pero, al mismo tiempo, destilamos odio por Twitter (X) en muestra fehaciente de nuestro narcisismo digital.   

Es mi deber, como custodio de la letra e, decir que la hacemos sufrir. La he visto llegar triste a su casa del alfabeto después de un extenuante día de trabajo idiomático. La he visto caminar abrumada en fiel muestra de su crisis de identidad, con el cuerpo estirado como si se dirigiera a nombrar la palabra “pena”. Es mi deber porque debo defender a quien me ha salvado en momentos de balbuceos o de silencios incómodos (por ella puedo aparentar que estoy pensando cuando en realidad no tengo ni idea). La e me permite pronunciar palabras que ya nadie dice –como “mequetrefe”, “Selene”, “estremecer”–; es por quien puedo designar esa sensación de “estrés” de cada dos semanas de cuando no sé sobre qué escribir la columna. Esta se la dedico a la única patria posible, la de la letra e, quien nos enseña la incoherencia de nuestros tiempos de querer arreglar la realidad con una letra mientras nuestro corazón se pudre de odio.