No comienzo mis columnas con la palabra “no”. Escribir una frase con el primer verbo en infinitivo es un estilo que nunca me permito. Irrestrictamente borro mis adverbios terminados en “mente” porque son la salida fácil cuando no se hallan las palabras precisas. No me gustan los retóricos adjetivos antes de los sustantivos. No permito que mi prosa se infeste de términos ínclitos, deiformes y grecocaldenses. Y, como apreciarse puede, para escribir no tengo muchas reglas.
Fervientemente aplico ese principio aristotélico de no contradicción a mis actividades de la vida diaria. Por obra y gracia del creador me hice agnóstico; razón por la cual le rezo si la angustia me carcome. Decir que soy ateo solo me lo permito cuando me levanto con el optimismo del pie izquierdo. Entonces creo religiosamente en la fe de que vivimos en medio de un sánduche de nadas, cuyo único sentido es el sinsentido. Afortunadamente eso me pasa solo 364 días al año (o 365, si el año es bisiesto, como este; el 2024 nos permite la suerte de intentar no ser tan infelices un día más).
Además, cumplo al pie de la letra el principio categórico kantiano: me impongo autónomamente una ley universal que cualquier persona podría consentir. Siempre y cuando, eso sí, tenga alguien que me obligue –padre, madre, novia, amigo, libro de superación personal, maestro espiritual de YouTube o inteligencia artificial–, soy un hombre que ejerce su propia libertad. Me considero todo un libertario, con la gran capacidad de la última palabra: “como tú quieras”. Idolatro el laissez faire, laissez passer como fórmula de pensamiento para dejar hacer y dejar pasar (sí –y solo sí– las cosas se acomodan a mi sistema de creencias; en eso me considero todo un liberal).
Debe ser porque soy de la generación de los noventa –o porque mi signo zodiacal es Leo– que no admito que nadie me interrumpa mientras estoy concentrado interrumpiéndome a mí mismo (con el computador abierto, la gente no sabe que trabajo arduamente en descifrar el algoritmo de X). Me enerva que los demás destruyan el silencio con sus ruidos al masticar o al cantar desafinados. En cambio, yo hago el mínimo ruido posible: solo oigo música duro, tumbo lo que tengo sobre la mesa y las esquinas llevan mi nombre de los golpes que les propino; aparte de esa bulla, nada más. Sobre todo en cine, me molesta que los demás sean tan irrespetuosos de mandarme a callar cuando estoy comentando la película en voz alta.
Finalmente, les pintaré un ejemplo. Esta semana almorzaba en una ciudad ajena donde descubrí nuestros orígenes puros (la mezcla de árabes, gitanos e ibéricos), y oí que un español contaba un chiste mientras almorzaba. Casi no le entendí por esa forma tan castiza de hablar que parecía un murmullo de lengüisabroso. Pero me admiré de mi capacidad de interpretar otras lenguas al reconocer que relataba una historia de un marido que mató a su mujer. Antes de terminar el chiste, el hombre –piel roja, ojos verdes y calva franciscana– dijo: “Yo no soy machista, pero quién sabe qué le habrá hecho esa mujer para que él le hubiera respondido así”.
No se oyeron risotadas españolas ni golpes a la madera. Los comensales de las mesas de al lado notamos la tensión. No entendí por qué nadie se rio, si antes hubieran debido respaldar ese tipo de comentarios, pues claramente dijo que él no era machista, por lo cual eso lo disculpaba de lo que podía interpretarse de su comentario subsiguiente. Sea como sea, él me inspiró este intento de columna, porque devela una filosofía de vida, una forma muy correcta de ser en el mundo, muy española y colombiana a la vez: nos basta con el decir, lo demás es cuestión de interpretaciones.