La traición pudo ser eterna.

Dayro Moreno enamora, rumbea, chupa, entrena, juega y golea. Con sus goles transforma enojos en perdones y castigos en indultos.

Es un personaje. Después de juramentos de amor eterno al Once Caldas, por unos dólares más, estuvo a punto de marcharse, frente al estupor de sus seguidores. Tenía acordados los términos con Central Córdoba en la Argentina y gestionaba su partida.

Su marcha atrás sosegó el ambiente. La calma fue mayor, con su anotación de notable elaboración y desaforada celebración, ante el Pereira, para dominar el clásico.

Travieso es el goleador. El fútbol para él, tiene una sola dirección, la suya. A veces con excesos por egoísmo. No puede ser la única alternativa de gol de un equipo urgido de victorias.

Regaña, juega con estrés, se precipita en los golpeos, pero regala goles maravillosos que la afición celebra con deleite.

Sale al rebusque a zona media sin incidencia, porque la edad no lo respalda en los largos recorridos. Pide, a su favor, apoyo en el juego colectivo con pases precisos que lleva a la red con total naturalidad.

Su vida transcurre entre celebraciones diurnas y nocturnas, con respaldos irrestrictos del ala virulenta de los aficionados populares, los aduladores, las polémicas en las redes sociales y la admiración del pueblo que lo considera su ídolo.

Gana bien, muy bien, porque supo poner la escalera con su anunciada fuga. La crisis la sofocó el presidente Castrillón, extrañamente desprendido, con un nuevo ajuste salarial.

Dayro es un buen tipo. No divide. Respeta el vestuario al que le da alegría. Entrena duro. Y juega con intensidad todos los partidos.

Sus goles no tienen precio. Son la alegría de los aficionados, dan tranquilidad a la dirigencia, ponen a cobrar a sus compañeros, aquietan las aguas turbias de los entrenadores, aseguran triunfos y son herramienta fundamental para alejar el peligro del descenso.